El nombre de Dios. Dios, al salir al encuentro
del hombre para hacer una Alianza con él, -la Alianza del Antiguo Testamento-,
llamó a Moisés para que librara al pueblo de Israel, esclavizado en Egipto, y
reveló su nombre desde la zarza ardiendo, en el monte Horeb. En el libro del
Éxodo podemos leer: «Dios dijo a Moisés: “Yo
soy el que soy; esto dirás a los hijos de Israel: Yo soy me envía a vosotros”. Dios añadió: Esto dirás a los hijos de
Israel: El Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahám, Dios de Isaac,
Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre. Así me
llamaréis de generación en generación» (Ex 3, 14-15).
En hebreo, “Yo soy” se
escribe sin vocales, con las cuatro letras sagradas “YHWH”, que se pronuncian
generalmente “Yahveh” y que se traduce como “Señor”. Era tal la veneración que
los israelitas tenían por el nombre de Dios, que, con el paso del tiempo, llegó
incluso a prohibirse pronunciar el nombre divino, sustituyéndose por “Adonay”,
que también puede traducirse como “el Señor”. Tan sólo el sumo sacerdote
pronunciaba una vez al año el nombre divino “Yahveh”, para implorar el perdón
de los pecados del pueblo, el día de la Gran Expiación (Yom Kippur). Incluso,
todavía hoy, los judíos piadosos no se atreven a pronunciar el nombre divino y
en sus escritos religiosos dejan en blanco el espacio donde debería aparecer su
nombre. El mandamiento “no tomarás el nombre de Dios en vano” se llevaba así
hasta sus últimas consecuencias.
En esta forma de llamar a
Dios “Abbá”, se deja entrever, por lo tanto, el misterio de la persona de Jesús
de Nazaret. La relación que él tiene con Dios, su Padre, no tiene igual con la
de los demás hombres. Él es el Hijo de Dios y, por eso, conoce verdaderamente
quién es Dios y así puede comunicar a los hombres cómo es Dios y su voluntad de
salvarnos. Jesús nos comunica siempre la “palabra de Dios”, que es él mismo.
Padre nuestro. Nunca Jesús, cuando está con sus discípulos,
se refiere a Dios llamándole “nuestro Padre”, incluyéndose a él y a sus
acompañantes en un mismo nivel. Cuando, tras su resurrección de entre los
muertos, se aparece a María Magdalena, le transmite este mensaje: «Ve a mis
hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y al Dios
vuestro”. María al Magdalena fue y anunció a los discípulos: ‘He visto al Señor
y ha dicho esto» (Jn 20, 17-18).
No obstante, Jesús,
cuando estaba con sus discípulos, les enseñó a rezar a Dios, llamándole también
“Padre” (Abbá). Es la oración del “Padrenuestro”. Pero, hay una diferencia muy
importante entre la invocación “Padre” en labios de Jesús y la invocación “Padre
nuestro” cuando nosotros lo recitamos. Jesús habla a Dios como Padre, porque es
y se siente Hijo de Dios por naturaleza. “De la misma naturaleza que el Padre”,
decimos en el Credo. Él es el Hijo eterno de Dios, igual a Dios. Nosotros, en
cambio, podemos llamar a Dios “Padre”, padre nuestro, por gracia de Dios, que
nos adopta como hijos por puro amor suyo hacia nosotros. Somos hijos adoptivos
de Dios. Por eso también nosotros, aún sin merecerlo, también podemos llamarle
“Padre” y tener con él las relaciones de amor y confianza como las de un niño
con su padre o con su madre.
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