Por qué murió Jesús en la
cruz. Los cristianos estamos
acostumbramos a que la vida de Jesús de Nazaret acabase en una muerte violenta.
La devoción popular se compadece al ver las imágenes de un Cristo ensangrentado
clavado en una cruz, pero pocas veces se pregunta por qué un hombre bueno, que
hablaba de Dios y que predicaba el amor al prójimo, acabase abandonado de todos
y con una muerte tan ignominiosa que estaba reservada tan sólo para los
esclavos o los rebeldes políticos. En esta catequesis vamos a intentar
reflexionar sobre los motivos históricos y religiosos que llevaron a Jesús a
tener un final tan trágico.
La pretensión de Jesús. Si Jesús se hubiera
conformado con comentar la Palabra de Dios contenida en los libros de lo que
llamamos el Antiguo Testamento y explicarla a la gente, se le hubiera considerado
un rabino más y no le hubiese pasado nada malo. Pero Jesús se presentó ante el
pueblo como la voz misma de Dios, que interpreta con autoridad la ley que
Yahveh dio a Moisés, que perdona los pecados, algo que sólo Dios puede hacer,
que llama al pueblo a definirse a favor o en contra suya como representante personal
del reino de Dios y que se atreve a llamar a Dios “Abbá” (Padre), considerándose
Hijo suyo e igual a él. Ahora bien, esta conciencia de sus relaciones con Dios
es algo único y extraordinario. Sus pretensiones superaban con mucho las de
cualquier rabino o sacerdote del templo de Jerusalén, por lo que lo escuchaban tuvieron
que plantearse seriamente la pregunta de quién era realmente Jesús y qué había
que hacer con él: aceptar su mensaje o rechazarlo.
Jesús fue juzgado primeramente por las
autoridades religiosas del momento, reunidas en el Sanedrín o Parlamento del
pueblo. Le acusaron de falso profeta y de blasfemo, por pretender ser Hijo de
Dios. Los evangelistas nos narran cómo aconteció este proceso (Véase Mc 14, 53-65). Pero, como no podían
darle muerte, ya que los romanos, que dominaban el país, habían prohibido al
Sanedrín castigar con la pena capital, tuvieron que presentar a Jesús ante el
gobernador militar Poncio Pilato, acusándolo de proclamarse “rey de los
judíos”, lo que equivalía a un delito de rebelión contra el poder de ocupación
de Roma. Pilato, presionado por las autoridades judías, condenó a Jesús como
rebelde político a morir crucificado (Véase Mc 15, 1-15).
La muerte de Cristo,
redención de los hombres. La muerte del Señor en la cruz representa al mismo tiempo
el pecado de los hombres y el perdón definitivo de Dios al mundo. El
crucificado es la imagen viva del peor crimen que nunca haya podido cometer la
humanidad. Dios envía a su Hijo al mundo para salvar al hombre caído por el
pecado de Adán y los hombres, representados por aquellas autoridades judías del
momento, lo rechazamos, condenándolo a una muerte particularmente cruel. Se
cumplen así dramáticamente las palabras del evangelista San Juan: «Vino a su
casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11).
Pero Jesús, sabiendo lo que le iba a suceder, no
sólo no huyó, sino que soportó su muerte como expiación de los pecados. Jesús
acepta ser «el cordero de Dios que quita los pecados del mundo», cumpliendo así
la profecía de Isaías: «mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los
crímenes de ellos» (Is
53, 11). Sus palabras en la cruz
revelan el sentido profundo de su muerte: «Padre, perdónalos porque no saben lo
que hacen» (Lc
23, 34). La cruz es así, por un
lado, el signo del pecado de la humanidad que rechaza a Dios y, por el otro, el
signo del amor y del perdón definitivo de Dios a los hombres.
Considerando la cruz de Cristo como salvación y
reconciliación con Dios, un conocido teólogo contemporáneo, Olegario González
de Cardedal”, afirma: “La salvación en el Nuevo Testamento es un hecho
acontecido en Cristo que implica la liberación de los poderes del mal, el
perdón del pecado, la redención de la pena y la renovación por el Espíritu
Santo. Su contenido positivo es la reconciliación con Dios, la participación de
la fidelidad de Jesús, la gracia, el perdón y la reconciliación realizada por
Dios”.
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