Los discípulos del Señor. Jesús, con su predicación por las ciudades y aldeas
de Palestina, invitó a las gentes a aceptar el mensaje del reino de Dios que él
predicaba y a convertirse de corazón, de forma que su manera de pensar y de
obrar estuviesen de acuerdo con la doctrina que él enseñaba. En definitiva,
Jesús quería que los hombres y mujeres que le escuchaban se convirtiesen en
discípulos suyos. Estos hombres y mujeres volverían luego a sus casas y a sus
trabajos, pero, tras el encuentro con Jesús, algo había cambiado en sus vidas.
Se habían hecho seguidores suyos.
De entre estos discípulos del maestro, algunos
fueron llamados a un seguimiento más de cerca. Debían de dejarlo todo, su
pueblo, su casa, su trabajo y su familia, para acompañarlo por donde él iba
predicando. Las exigencias de este seguimiento no eran fáciles. Él mismo se lo
advertía, al invitarles a seguirle: “Si alguno se viene conmigo y no postpone a
su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y hermanas,
e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío” (Lc 14-26).
El tesoro y la perla preciosa. Si tales eran las condiciones del seguimiento, ¿qué
es lo que movía a estos hombres y mujeres a dejarlo todo para acompañar a
Jesús? La respuesta de nuevo la encontramos en el mismo Evangelio. La decisión
por el seguimiento de Jesús nace de la gran alegría de haber encontrado el
mensaje del reino de Dios. Igual que el pobre campesino que encuentra un tesoro
en el campo (Mt 13, 44) o que el mercader que encuentra una perla de gran valor
(Mt 13, 45-46) no dudan en vender todo lo que poseen para conseguir el tesoro o
la perla, así quien acepta la “buena noticia” que Jesús enseñaba, de tal manera
queda fascinado por lo que Jesús les promete, que aceptan con alegría las condiciones
que el Señor les pide. Es el caso de los apóstoles, de otros discípulos cuyos
nombres no conocemos y de algunas mujeres, que también seguían a Jesús. El
mensaje de un Dios que es Padre, que nos ama y nos conoce por nuestro nombre,
que perdona nuestros pecados, que nos acepta tal como somos y que nos promete
la “vida eterna”, su reino de felicidad, era suficiente como para aceptar los
sacrificios que el seguimiento de Jesús les acarreaba.
La casa sobre la roca. De muchas maneras, el propio Jesús explicaba la
necesidad de acoger el mensaje que anunciaba. El discípulo que aceptaba cambiar
su vida y entregarse por completo a Dios, lo comparaba a un hombre que edificó
su casa sobre roca firme (Mt 7, 24-27). Cuando vinieron las fuertes lluvias del
invierno o soplaron los vientos huracanados, la casa resistió, pues estaba
fuertemente cimentada sobre terreno firme. Pero quien edificó su casa sobre
suelo de tierra, el agua y el viento derribaron la casa y ésta se hundió
aparatosamente.
Quienes escuchaban al Señor entendieron pronto lo
que quería decir con estas comparaciones tan comprensibles para unas gentes que
sabían de sólidas casas de piedra y de débiles chabolas de barro sobre la
tierra. La casa de la parábola se refería a la vida de cada uno. La piedra firme
era el Evangelio. La tierra movediza, los placeres de este mundo. La lluvia y
el viento se referían al día del juicio final. La enseñanza era clara: quien
tenga una vida cimentada sobre el evangelio, se salvará; quien edifique su vida
sobre los placeres de este mundo, corre el riesgo de ser condenado en el
juicio.
Una llamada que sigue resonando
hoy. La invitación al
seguimiento de Jesús no es algo que ocurrió solamente en el pasado. Jesús sigue
vivo en el cielo y se hace presente en medio de nuestro mundo a través de la
Iglesia. El mensaje del Evangelio llega así hasta cada uno de nosotros,
llamándonos a aceptar a Jesús en nuestras vidas y a cambiar nuestra conducta
según las enseñanzas de su mensaje. Son muchos los que se hacen sordos a esta
llamada o encuentran demasiado exigentes las condiciones del seguimiento. Se
produce así el rechazo de su persona y de su mensaje. Por el contrario, también
son muchos los que descubren que el Evangelio es auténticamente un tesoro o una perla de gran valor, que puede dar plenitud y sentido a sus vidas
aquí en la tierra y que, sobre todo, les aguarda un Dios que les ama y espera
tras la muerte, para llevarlos a su reino. Son los que aceptan como norma de
vida el núcleo central del Evangelio, cuyo primer mandamiento es: “amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con
todo tu ser”. El segundo mandamiento es éste: ‘amarás a tu prójimo como a tí
mismo” (Mc 12, 29-32).
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