Dios
es Amor. El
anuncio por parte de Jesús del reino de Dios es ante todo la manifestación de
quién es Dios y de su amor por los hombres, que él ha creado. En el anuncio de
Jesús, Dios se nos manifiesta plenamente y de un modo nuevo. Resumiendo esta
dimensión fundamental del reino, el apóstol San Juan escribe: “Dios es amor. En esto se manifestó el
amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que
vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de
propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4, 8-10). La frase Dios es amor representa la cumbre de la revelación bíblica y
significa que Dios es todo amor y solo amor, que se ha manifestado en el envío
de su Hijo al mundo y en el don del Espíritu Santo.
El
trato de Jesús con los pecadores. Jesús, como Hijo del Padre y
Dios como él, tuvo con los hombres y mujeres de su tiempo la misma actitud de
amor que el Padre que le había enviado. Se comprende fácilmente las relaciones
de afecto y cariño que Jesús tuvo con los judíos piadosos de las aldeas y
pueblos que visitaba. Pero, lo que revela de modo más elocuente el amor de
Jesús para con los hombres es su trato con los pecadores públicos y las
personas moralmente fracasadas. Zaqueo, el publicano de Jericó, era una persona
que cobraba impuestos abusivos a sus conciudadanos, quedándose con una buena
parte de ellos. Jesús no lo desprecia, sino que, sorprendentemente, le dice: «Zaqueo,
date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19, 5).
Igualmente, en el convite que un notable fariseo da a Jesús en su casa, se
presenta de pronto una mujer pecadora, una prostituta del lugar. Ante las
miradas de reproche de los comensales, Jesús la defiende diciendo: «sus muchos
pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho /.../ Y dijo a la mujer: “tu
fe te ha salvado, vete en paz”» (Lc 7, 47.50). Con todo ello, Jesús muestra la
misericordia del Padre y el poder que el Señor tiene, como enviado de Dios, de
perdonar los pecados, punto culminante de su obra salvadora de la humanidad.
Las comidas de Jesús con los humildes. En la mentalidad del pueblo judío, comer con
alguien era señal de comunión con él. Sentándose a comer con publicanos y
pecadores (Mc 2,15-17), Jesús da una idea concreta de lo que significa el reino
de Dios; en su comportamiento con los “pecadores” se cumple simbólicamente la
comunión de Dios con la humanidad pecadora. Además, las acciones de Jesús de
sentarse a la mesa con los marginados (Mc 2,15-17), de acoger a mujeres entre
sus discípulos (Lc 8,1-3) y mostrarse afectuoso en público con los niños (Mc 9,36-37),
manifiestan su actitud de igualdad de trato para con todos, mostrando que no debe
haber ninguna discriminación o marginación social. Para Dios no hay desigualdad
entre las personas.
La
parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-31). Las parábolas de la misericordia no las dirigió Jesús principalmente a
los pecadores, sino a los justos; a los hombres que le rechazaban porque él
llamaba a los despreciados y los invitaba a su seguimiento. Con ellas intenta
justificar el anuncio del Evangelio del reino a estas personas, evitadas por el
pueblo.
En la primera parte de la parábola del hijo pródigo
(Lc 15,11-24), se muestra con toda intensidad el amor del padre por su hijo
arrepentido. Sale corriendo a buscarlo. No le deja terminar su confesión del
pecado. Los signos del vestido de lujo, el anillo familiar, el calzado y la
matanza del ternero cebado son la manifestación visible de su amor, de su
perdón y del restablecimiento de la situación anterior del hijo.
La parábola del fariseo y del publicano (Lc 18,
9-14). La oración del fariseo está sacada de la piedad
ordinaria entre los judíos. Da gracias por ser como es. Sus obras van mucho más
allá de lo que manda la ley: ayunar el día de la expiación y pagar el diezmo de
ciertas cosas. El publicano se golpea el pecho. Su situación ante Dios es
desesperada. No puede restituir lo robado ni abandonar su profesión inmoral.
Jesús concluye la parábola sin dar demasiadas explicaciones: «Os digo que éste bajó a su casa justificado, y
aquél no» (Lc. 18,14). “Justificado” quiere decir a buenas
con Dios. Indirectamente podemos encontrar la razón de esta conclusión sorprendente,
ya que la oración del publicano es una cita del Salmo 50: «un corazón quebrantado y humillado tú no lo
desprecias». Dios misericordioso dice “sí” al pecador
desesperado y “no” al justo ante sus propios ojos. Por eso Jesús termina de
esta forma la parábola.
La parábola de los jornaleros de la viña (Mt 20,
1-5).
Esta parábola, que bien pudiera llamarse la del “patrón
generoso”, constituye también una justificación del Evangelio frente a los que
le critican. El patrón, pagando el jornal entero a todos sin excepción, provoca
la indignación de los que han trabajado más horas y en condiciones más penosas.
Para Jesús, sin embargo, Dios obra como aquel amo, que tuvo compasión de los
obreros en paro y de sus familias. Da su salvación también a los “de la última
hora”, es decir, a los pecadores, sin merecerlo. Así es Dios; por eso, él,
Jesús, obra de la misma manera.
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