El Hijo de Dios se hizo
hombre. La fe en la encarnación del Hijo de Dios es el
signo distintivo de la fe cristiana: «Podréis conocer en esto el Espíritu de
Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios» (1 Jn
4, 2). Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 463),
la fe en que el Hijo de Dios se hizo hombre es la característica fundamental
del cristianismo. San Juan, en su Evangelio, lo dice de una manera concisa y
clara: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el
Verbo era Dios...Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria: gloria como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad» (Jn 1, 1.14)
Se hizo hombre para salvarnos. En el Credo Niceno-Constantinopolitano -o forma
larga de nuestra profesión de fe- confesamos: «Por nosotros los hombres y
por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se
encarnó de María la Virgen y se hizo hombre». Uno de los motivos para este
grandioso acontecimiento en la historia de la humanidad es que Dios no nos
abandonó tras la ruptura de la amistad con él tras el pecado de nuestros
primeros padres, sino que, compadecido de los hombres, quiso reconciliarnos con
él, enviando a su propio Hijo al mundo, hecho uno de nosotros.
La Iglesia celebra el nacimiento del Salvador el 25
de Diciembre, el día en que se celebraba en el Imperio Romano la fiesta del Sol
Invicto, es decir, la fiesta del sol que, a partir del llamado solsticio de invierno,
comienza a hacer que los días sean más largos, tras los cortos días del otoño.
Para los creyentes, Cristo es la luz del mundo. Al igual que, cuando amanece,
vuelve el color a las cosas, el nacimiento de Cristo da color a un mundo
sumergido por las tinieblas del pecado y de la muerte. El nacimiento de Cristo
es ya el comienzo de nuestra salvación. Por eso es para todos una fiesta de
alegría y de esperanza.
Se hizo hombre para manifestarnos el amor de Dios. Hay dos formas de manifestar nuestro amor a la
persona amada. Una de ellas es ofrecerle regalos o proporcionarle algo que
sabemos que le agrada. Dios nos ha ofrecido la naturaleza y todo lo que
contiene: montañas, valles, ríos, mares, etc. Todo eso es don de Dios para el
hombre. Pero, hay otra manera más costosa de mostrar el amor a otra persona:
sufrir por él. Es el caso de la madre que vela a su hijo enfermo toda la noche,
sin importarle el cansancio y la falta de sueño.
El evangelista San Juan nos dirá: «tanto amó Dios
al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no
perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). El Señor se rebajó de su condición divina y,
hecho un hombre como nosotros, sufrió nuestras mismos trabajos y fatigas,
entregándose por la humanidad pecadora, hasta dar la vida por amor. Dios nos ha
amado, pues, con amor de sufrimiento, la máxima expresión del amor: «se humilló
a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2,
8).
Se hizo hombre para hacernos hijos de Dios. Las religiones que se han dado en la historia de la
humanidad, han llegado, en el mejor de los casos, a una idea de Dios como Ser
omnipotente, Creador, Señor y Juez de los hombres. Siendo esto verdad, no han
podido llegar hasta lo más íntimo de Dios, hasta que él mismo nos lo ha
revelado: Dios es Padre. Padre por naturaleza (Abbá, en expresión hebrea) de su Hijo Unigénito, Jesucristo; pero
Padre por su infinita misericordia de todos nosotros, sus hijos de adopción.
San Ireneo de Lyon afirmará: «Porque tal es la
razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre:
para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la
filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios». Esta afirmación, que es tan
natural entre los cristianos, ya no nos causa ningún asombro, por estar
acostumbrados a escucharlo desde pequeños. Pero, si pensamos un poco en ello,
nos daremos cuenta de la grandeza de este hecho: ser hijos de Dios y poder
llamar a Dios «Padre nuestro que estás en los cielos».
Se hizo hombre para ser modelo de santidad. En la
carta a los cristianos de Éfeso nos recomienda San Pablo: «Sed imitadores de
Dios, como hijos queridos y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó
por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor» (Ef 5, 1-2). Las
bienaventuranzas son el retrato de la conducta de Jesús: pobre de espíritu,
pacífico, misericordioso, limpio de corazón, perseguido por causa de la
justicia, etc. Su mensaje moral está contenido sobre todo en el llamado “Sermón
de la montaña”, en los capítulos 5 a 7 del evangelio de San Mateo. Debemos
imitar a Cristo en el amor de sufrimiento por el prójimo necesitado. Él no
buscó su propio bien sino el de los demás. Por eso, si queremos seguir su
ejemplo, debemos pedirle que nos conceda vivir, como le pidió una gran
discípulo suyo, San Francisco de Asís: «Oh Señor, que yo no busque tanto ser
consolado, como consolar; ser comprendido como comprender; ser amado; como
amar. Porque es dándose como se recibe, es olvidándose de sí mismo como uno se
encuentra a sí mismo, es perdonando como se es perdonado, es muriendo como se
resucita a la vida eterna».
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