Plaza de San Pedro.
Miércoles 17 de octubre de 2012.
Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy desearía
introducir el nuevo ciclo de catequesis que se desarrolla a lo largo de todo el
Año de la fe recién comenzado y que interrumpe -durante este período- el
ciclo dedicado a la escuela de la oración. Con la carta apostólica Porta Fidei convoqué este Año especial
precisamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo,
único salvador del mundo; reavive la alegría de caminar por el camino que nos
ha indicado; y testimonie de modo concreto la fuerza transformadora de la fe.
La
celebración de los cincuenta años de la apertura del concilio Vaticano II es una ocasión importante
para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe,
para reforzar la pertenencia a la Iglesia, «maestra de humanidad», que, a
través del anuncio de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras
de caridad, nos guía a encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero
hombre. Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino
con una Persona viva que nos transforma en profundidad a nosotros mismos,
revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios. El encuentro con
Cristo renueva nuestras relaciones humanas, orientándolas, de día en día, a
mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor. Tener fe en el Señor no
es un hecho que interesa sólo a nuestra inteligencia, el área del saber
intelectual, sino que es un cambio que involucra la vida, la totalidad de
nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad,
emociones, relaciones humanas. Con la fe cambia verdaderamente todo en nosotros
y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino futuro, la verdad de
nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, el gusto de ser
peregrinos hacia la Patria celestial.
Pero -nos
preguntamos- ¿la fe es verdaderamente la fuerza transformadora en nuestra vida,
en mi vida? ¿O es sólo uno de los elementos que forman parte de la existencia,
sin ser el determinante que la involucra totalmente? Con las catequesis de este
Año de la fe querríamos hacer un camino para
reforzar o reencontrar la alegría de la fe, comprendiendo que ésta no es algo
ajeno, separado de la vida concreta, sino que es su alma. La fe en un Dios que
es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y donándose Él mismo
en la cruz para salvarnos y volver a abrirnos las puertas del Cielo, indica de
manera luminosa que sólo en el amor consiste la plenitud del hombre. Hoy es
necesario subrayarlo con claridad -mientras las transformaciones culturales en
curso muestran con frecuencia tantas formas de barbarie que llegan bajo el
signo de «conquistas de civilización»-: la fe afirma que no existe verdadera
humanidad más que en los lugares, gestos, tiempos y formas donde el hombre está
animado por el amor que viene de Dios, se expresa como don, se manifiesta en
relaciones ricas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado
hacia el otro. Donde existe dominio, posesión, explotación, mercantilización
del otro para el propio egoísmo, donde existe la arrogancia del yo cerrado en
sí mismo, el hombre resulta empobrecido, degradado, desfigurado. La fe
cristiana, operosa en la caridad y fuerte en la esperanza, no limita, sino que
humaniza la vida; más aún, la hace plenamente humana.
La fe es
acoger este mensaje transformador en nuestra vida, es acoger la revelación de
Dios, que nos hace conocer quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus proyectos
para nosotros. Cierto: el misterio de Dios sigue siempre más allá de nuestros
conceptos y de nuestra razón, de nuestros ritos y de nuestras oraciones. Con
todo, con la revelación es Dios mismo quien se auto-comunica, se relata, se
hace accesible. Y a nosotros se nos hace capaces de escuchar su Palabra y de
recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea
en nosotros -a través de la obra del Espíritu Santo- las condiciones adecuadas
para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de
manifestarse, de entrar en contacto con nosotros, de hacerse presente en
nuestra historia, nos hace capaces de escucharle y de acogerle. San Pablo lo
expresa con alegría y reconocimiento así: «Damos gracias a Dios sin cesar,
porque, al recibir la Palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como
palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios que permanece
operante en vosotros los creyentes» (1 Ts 2, 13).
Dios se ha
revelado con palabras y obras en toda una larga historia de amistad con el
hombre, que culmina en la encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de
muerte y resurrección. Dios no sólo se ha revelado en la historia de un pueblo,
no sólo ha hablado por medio de los profetas, sino que ha traspasado su Cielo
para entrar en la tierra de los hombres como hombre, a fin de que pudiéramos
encontrarle y escucharle. Y el anuncio del Evangelio de la salvación se
difundió desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida
del costado de Cristo, se ha hecho portadora de una nueva esperanza sólida:
Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del mundo, que está sentado
a la derecha del Padre y es el juez de vivos y muertos. Este es el kerigma,
el anuncio central y rompedor de la fe. Pero desde los inicios se planteó el
problema de la «regla de la fe», o sea, de la fidelidad de los creyentes a la
verdad del Evangelio, en la que permanecer firmes; a la verdad salvífica sobre
Dios y sobre el hombre que hay que custodiar y transmitir. San Pablo escribe:
«Os está salvando [el Evangelio] si os mantenéis en la palabra que os
anunciamos; de lo contrario, creísteis en vano» (1 Co 15, 1.2).
Pero ¿dónde
hallamos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos las verdades que nos
han sido fielmente transmitidas y que constituyen la luz para nuestra vida
cotidiana? La respuesta es sencilla: en el Credo, en la Profesión de fe o Símbolo
de la fe nos enlazamos al acontecimiento originario de la Persona y de la
historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto lo que el Apóstol de los
gentiles decía a los cristianos de Corinto: «Os transmití en primer lugar lo
que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las
Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día» (1 Co 15,
3.4).
También hoy
necesitamos que el Credo sea mejor conocido, comprendido y orado. Sobre todo es
importante que el Credo sea, por así decirlo, «reconocido». Conocer, de hecho,
podría ser una operación solamente intelectual, mientras que «reconocer» quiere
significar la necesidad de descubrir el vínculo profundo entre las verdades que
profesamos en el Credo y nuestra existencia cotidiana a fin de que estas
verdades sean verdadera y concretamente -como siempre lo han sido- luz para los
pasos de nuestro vivir, agua que rocía las sequedades de nuestro camino, vida
que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se injerta la
vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.
No es
casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia católica, norma segura
para la enseñanza de la fe y fuente cierta para una catequesis renovada, se
asentara sobre el Credo. Se trató de confirmar y custodiar este núcleo central
de las verdades de la fe, expresándolo en un lenguaje más inteligible a los
hombres de nuestro tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la
fe, comunicar el Evangelio, para que las verdades cristianas sean luz en las
nuevas transformaciones culturales, y los cristianos sean capaces de dar razón
de la esperanza que tienen (cf. 1 P 3, 15). Vivimos hoy en una sociedad
profundamente cambiada, también respecto a un pasado reciente, y en continuo
movimiento. Los procesos de la secularización y de una difundida mentalidad
nihilista, en la que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad
común. Así, a menudo la vida se vive con ligereza, sin ideales claros y
esperanzas sólidas, dentro de vínculos sociales y familiares líquidos,
provisionales. Sobre todo no se educa a las nuevas generaciones en la búsqueda
de la verdad y del sentido profundo de la existencia que supere lo contingente,
en la estabilidad de los afectos, en la confianza. Al contrario: el relativismo
lleva a no tener puntos firmes; sospecha y volubilidad provocan rupturas en las
relaciones humanas, mientras que la vida se vive en el marco de experimentos
que duran poco, sin asunción de responsabilidades. Así como el individualismo y
el relativismo parecen dominar el ánimo de muchos contemporáneos, no se puede
decir que los creyentes permanezcan del todo inmunes a estos peligros que
afrontamos en la transmisión de la fe. Algunos de estos ha evidenciado la
indagación promovida en todos los continentes para la celebración del Sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización:
una fe vivida de modo pasivo y privado, el rechazo de la educación en la fe, la
fractura entre vida y fe.
Frecuentemente
el cristiano ni siquiera conoce el núcleo central de la propia fe católica, del
Credo, de forma que deja espacio a un cierto sincretismo y relativismo
religioso, sin claridad sobre las verdades que creer y sobre la singularidad
salvífica del cristianismo. Actualmente no es tan remoto el peligro de construirse,
por así decirlo, una religión auto-fabricada. En cambio debemos volver a Dios,
al Dios de Jesucristo; debemos redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo
entrar de forma más profunda en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.
En las
catequesis de este Año de la fe desearía ofrecer una ayuda para
realizar este camino, para retomar y profundizar en las verdades centrales de
la fe acerca de Dios, del hombre, de la Iglesia, de toda la realidad social y
cósmica, meditando y reflexionando en las afirmaciones del Credo. Y desearía
que quedara claro que estos contenidos o verdades de la fe (fides quae)
se vinculan directamente a nuestra cotidianeidad; piden una conversión de la
existencia, que da vida a un nuevo modo de creer en Dios (fides qua).
Conocer a Dios, encontrarle, profundizar en los rasgos de su rostro, pone en
juego nuestra vida porque Él entra en los dinamismos profundos del ser humano.
Que el
camino que realizaremos este año pueda hacernos crecer a todos en la fe y en el
amor a Cristo a fin de que aprendamos a vivir, en las elecciones y en las
acciones cotidianas, la vida buena y bella del Evangelio. Gracias.
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