Hace tan sólo unas horas, Su Santidad el Papa Benedicto XVI ha inaugurado solemnemente en Roma el Año de la Fe. Este “Año de la Fe” se convoca coincidiendo con el cincuenta aniversario de la apertura del concilio Vaticano II y los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica.
Refiriéndose a la conmemoración del concilio, el Papa, en
la homilía de la misa de apertura del Año de la Fe, esta misma mañana, nos ha
dicho: “con el fin de que el impulso interior a la nueva evangelización no se
quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se
apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del concilio
Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión. Por esto, he insistido
repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la “letra” del concilio,
es decir, a sus textos, para encontrar en ellos su auténtico espíritu y he
repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos /.../ Los
Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz, y si se
abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban
seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban /.../ Si hoy la
Iglesia propone un nuevo Año de la Fe y la nueva evangelización, no es para
conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad de ello, todavía más que
hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que
quisieron dar los Papas y los Padres del concilio, y que está contenida en sus
documentos /.../ Si ya en tiempos del concilio se podía saber, por algunas
trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin
Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha
difundido el vacío. Pero, precisamente a partir de la experiencia de este
desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de
creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres”.
Y es aquí, precisamente, donde se inserta la segunda de las prioridades de este año. En la Carta Apostólica Porta Fidei, por la que se convocaba este Año de la Fe, el Papa, refiriéndose al Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado justamente hace ahora veinte años, nos pedía reiteradamente: “El Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia”. La finalidad que el Papa pretendía con esta invitación a la Iglesia universal era “redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree”.
En primer lugar redescubrir los contenidos de la fe
profesada. Ciertamente, en los países de profunda raigambre cristiana,
como son los países de la
Europa Occidental, se ha vivido hasta hace tan sólo algunos
decenios en un clima espiritual marcado por los contenidos y los valores de la
Revelación cristiana. Si nos fijamos en lo que tenemos más cerca, en nuestra
propia diócesis palentina, la religiosidad de nuestros mayores ha impregnado
las creencias y las costumbres de la vida social. Pero ya no se puede decir lo
mismo de ciertos sectores más jóvenes de nuestra sociedad actual. La
indiferencia religiosa y el relativismo moral han calado intensamente en sus
vidas. Incluso en los círculos más próximos a la vida eclesial, en nuestras
parroquias y comunidades cristianas, se han difuminado ciertas verdades
reveladas o se han introducido ideas y valores que disienten de nuestra
tradición multisecular cristiana.
El Año de la Fe nos invita a redescubrir y a reflexionar
sobre esos mismos contenidos que profesaron quienes nos precedieron en la señal
de la fe. “En este horizonte -nos sigue diciendo el Papa- el Año de la fe
deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los
contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en
el Catecismo de
la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de
manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y
ofrecido en sus dos mil años de historia”.
Las catequesis semanales del Obispo, el estudio de los
documentos del concilio Vaticano II, los cursos del Instituto Diocesano de
Ciencias Religiosas en todos los arciprestazgos, las catequesis a los niños con
el nuevo texto de la Conferencia Episcopal Española Jesús es el Señor, las reuniones en los
grupos de confirmación y los catecumenados de adultos que, de una u otra forma,
deberían instituirse en todas las parroquias, nos ayudarán a conseguir este
primer objetivo del Año de la Fe.
Pero en segundo lugar, debemos insistir en la fe rezada. La fe profesada no es nunca, ni debe
ser, una mera teoría, una serie de ideas que se aprenden y se repiten una y
otra vez. La fe es, ante todo, el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. La oración
como conversación personal con Cristo, que nos habla en la Sagrada Escritura,
debe ser una práctica diaria en la vida de todo cristiano. Nos dice la Exhortación Apostólica
“Verbum Domini”, que el pasado Sínodo, dedicado a la Palabra de Dios, “ha
vuelto a insistir más de una vez en la exigencia de un acercamiento orante al
texto sagrado como factor fundamental de la vida espiritual de todo creyente,
en los diferentes ministerios y estados de vida, con particular referencia a la
lectio divina. Como dice san Agustín: «Tu oración es un coloquio con
Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras, hablas tú a Dios» “Cada hombre,
pues, se presenta como el destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a
entrar en este diálogo de amor mediante su respuesta libre. Dios nos ha hecho a
cada uno capaces de escuchar y responder a la Palabra divina”. Por ello
se nos invita repetidamente a la práctica de la llamada lectura orante de la
Palabra de Dios. Todos, sacerdotes, religiosos y laicos, podemos dedicar
algunos minutos cada día a leer despacio unos fragmentos de la Biblia, al
menos, el evangelio que la Iglesia nos presenta en la Misa, para meditarlo
después, pensando en lo que nos dice a cada uno en este preciso momento de
nuestra vida y responder a lo que el Señor nos ha dicho mediante la oración
personal, como un amigo que conversa con su amigo divino, a fin de que,
finalmente, podamos aplicar el mensaje recibido a nuestra conducta, para ir
asemejándonos poco a poco al ideal que tenemos en Cristo.
En tercer lugar, el Año de la Fe
nos invita a celebrar la fe profesada y rezada. En efecto, nos dice la Carta
Porta Fidei, “A la profesión
de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo
está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la
liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que
sostiene el testimonio de los cristianos /.../ [En este año] tendremos la
oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e
iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que
cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las
generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades
religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales
antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo
/.../ Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración
de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la
cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde
mana toda su fuerza»”.
La profesión
gozosa de la fe, mediante las celebraciones en la Catedral y en los Encuentros
Eclesiales en los arciprestazgos, nos proporcionarán a lo largo de este año la
ocasión de reunirnos para confesar la alegría de nuestra fe y la esperanza de
la vida eterna, a la que todos estamos llamados en virtud de la muerte y
resurrección de Jesucristo. Estas celebraciones revestirán un carácter especial
en la liturgia eucarística del pueblo de Dios en torno al Obispo y a sus
presbíteros, que se tendrá en los días señalados al efecto en nuestra Santa
Iglesia Catedral.
Finalmente, la fe profesada, rezada y celebrada,
debe convertirse en una fe vivida, es decir, una fe testimoniada y
llevada a la práctica en nuestra vida cotidiana. “La Iglesia en el día
de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y
del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el
que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y
valeroso”.
Pero, el testimonio valeroso de nuestra fe ante
el mundo, debe ir siempre acompañado por la práctica del mandamiento del amor
cristiano. En este punto el Papa es particularmente claro. Así nos dice: “El Año
de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio
de la caridad. San
Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la
caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13,
13). Con palabras aún más fuertes -que siempre atañen a los cristianos-, el
apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene
fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una
hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les
dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el
cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta
por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe
tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2,
14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad
sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor
se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino
/.../ Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro
del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40) /.../ Sostenidos por la
fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos
cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia»” (2 P 3,
13).
Concluimos. Por la fe, el cristiano escucha atentamente la palabra
de Dios e intenta llevarla a la práctica en su vida. La Virgen María, durante
su vida, y hasta la última prueba, cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, no
vaciló en su fe. Por ello, es ejemplo para nosotros en la fe y en el amor.
Reconociendo en María el modelo de lo que debe de ser la fe de todo cristiano,
el Papa, al terminar su Carta Apostólica, pone el Año de la Fe bajo la
protección de la Virgen
María diciéndonos: “confiemos a la Madre de Dios, proclamada
«bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia”.
Pues que María, discípula en la fe de su Hijo, Madre de
Dios y Madre nuestra, ruegue para que nos mantengamos firmes en la fe ahora y
en la hora de nuestra muerte. Amen.
Mons. Esteban Escudero. Obispo de Palencia.
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