Como hace
cincuenta años, el obispo de Roma ha vuelto a Loreto. Entonces fue Juan XXIII -«ese
Papa inolvidable», le ha definido su sucesor- quien invocó, en el primer viaje
de un Pontífice después de más de un siglo, la protección de la Madre de Dios
sobre el concilio, el mayor jamás celebrado y que precisamente en la fiesta de
la maternidad de María estaba a punto de abrirse. Y es Benedicto XVI hoy, en un
tiempo en que el papado se ha hecho también itinerante, quien realiza el mismo
gesto en vísperas del cincuentenario de aquel día histórico y bendito.
Ocasión
importante, por lo tanto, y que el Papa quiere no sólo celebrar, sino sobre
todo acoger en su significado más auténtico para regresar a lo esencial: tener
encendida y reavivar la llama de la fe, en una época que parece querer
prescindir de Dios pero que de él, en cambio, tiene inconscientemente nostalgia
y le busca, como a tientas. Desde los tiempos de las mujeres y los hombres que
encontraron y conocieron a Jesús y fueron sus testigos, es ésta la realidad fundamental
que con el paso de los siglos principalmente ha importado a los creyentes en
Cristo.
Y ésta ha sido la preocupación del Pontífice que intuyó y convocó el Vaticano II, así como fue la preocupación de sus sucesores, los Papas del concilio que en aquel acontecimiento participaron como obispos, desde Pablo VI que lo confirmó, lo guió y lo concluyó. Hoy Benedicto XVI -que tomó parte en el concilio como joven y prometedor teólogo y que, por razones de registro civil, será el último sucesor del apóstol Pedro en haber contribuido en él personalmente- quiere indicar, con dos iniciativas ciertamente no usuales, que la Iglesia continúa su camino. Prosiguiendo en aquella tradición ininterrumpida que obviamente comprende el Vaticano II y sigue viva como el Señor que desea testimoniar y espera al final de los tiempos.
Por ello el
sínodo que está a punto de abrirse -fruto concreto del concilio y expresión
consolidada del principio de la colegialidad- se interroga sobre cómo anunciar
el Evangelio, precisamente como hizo el Vaticano II. Por ello el Papa abre, en
el día del aniversario cincuentenario, un año de la fe, como ya había hecho
Pablo VI pocos meses después de la conclusión del concilio. Con el único
objetivo de contemplar, en la purificación a la que cada día está llamada la
Iglesia, lo esencial.
Y lo
esencial es justamente la transmisión de la fe cristiana a las mujeres y a los
hombres de nuestro tiempo. Una fe fundada en la encarnación: «Es necesario
volver a Dios para que el hombre vuelva a ser hombre», ha dicho Benedicto XVI,
pues «nunca estamos solos» dado que «Dios ha entrado en nuestra humanidad y nos
acompaña». Y éste es el signo de Loreto, el santuario italiano por excelencia
donde el obispo de Roma ha acudido el día de la fiesta de san Francisco, uniendo
los símbolos de esta identidad profunda como había hecho el Papa Juan en el
itinerario que enlazó hace medio siglo Asís y la ciudad de la Virgen lauretana.
En el signo de una casa abierta a todos y situada
en el camino -como el de María- que quiere recordar el verdadero significado de
la condición humana. La condición de una familia en camino hacia la única
realidad que cuenta.
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