SANTA MISA PARA LA APERTURA DEL AÑO DE LA FE
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Jueves 11 de octubre de 2012
Venerables hermanos,
queridos hermanos y hermanas
Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico
Vaticano II, damos inicio al Año de la fe. Me complace saludar a todos, en
particular a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, y a Su
Gracia Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a los
Patriarcas y a los Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas Orientales, y a
los Presidentes de las Conferencias Episcopales. Para rememorar el Concilio, en
el que algunos de los aquí presentes – a los que saludo con particular afecto –
hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta celebración se ha
enriquecido con algunos signos específicos: la procesión de entrada, que ha
querido recordar la que de modo memorable hicieron los Padres conciliares
cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la entronización del
Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega
de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la
Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición. Estos
signos no son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva
para ir más allá de la
conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el
movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro
y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la
fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a
Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la
Iglesia por los caminos de la historia.
El evangelio de hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre en el
Espíritu Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a
evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este
dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos y
los continentes. Es un movimiento que parte del Padre y, con la fuerza del
Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres en sentido material y espiritual.
La Iglesia es el instrumento principal y necesario de esta obra de Cristo,
porque está unida a Él como el cuerpo a la cabeza. «Como el Padre me ha
enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Así dice el Resucitado a
los discípulos, y soplando sobre ellos, añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v.
22). Dios por medio de Jesucristo es el principal artífice de la evangelización
del mundo; pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo
ha hecho y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el
Espíritu Santo en los discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció
en él durante toda su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los
cautivos la libertad, y a los ciegos la vista»; de «poner en libertad a los
oprimidos» y de «proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un
documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por la
conciencia y el deseo, por así decir, de adentrase nuevamente en el misterio
cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre contemporáneo. A este
respecto se expresaba así, dos años después de la conclusión de la asamblea
conciliar, el siervo de Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el
Concilio no habla expresamente de la fe, habla de ella en cada página, al
reconocer su carácter vital y sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y
construye sobre ella sus enseñanzas. Bastaría recordar [algunas] afirmaciones
conciliares… para darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio, en
sintonía con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la
verdadera fe, a aquella que tiene como fuente a Cristo y por canal el
magisterio de la Iglesia» (Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía
Pablo VI, en 1967.
Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y
lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso
de apertura, presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El
supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la
doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La
tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o
aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso
que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se
profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962],
790. 791-792). Así decía el Papa Juan en la inauguración del Concilio.
A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces
ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con
relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe
en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni
encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que
trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por
nosotros en el hoy irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante,
especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se
reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a
anunciar a Cristo al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso
interior a la nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga
en la confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa,
que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su
expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar,
por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para
encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la
verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los
documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas
hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio
no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era
antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para
que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación.
Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso
dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe,
dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el
depisito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían
volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al
diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca
firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos
aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las
bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían
como propias en su verdad.
Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva
evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad,
todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad
es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está
contenida en sus documentos. También la iniciativa de crear un Consejo
Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que
agradezco su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta
en esta perspectiva. En estos decenios ha aumentado la «desertificación»
espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas
trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin
Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha
difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este
desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de
creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se
vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo
contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de
la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto
se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el
camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida
abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca
evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por
Dios, y así indicar el camino. La primera lectura nos ha hablado de la
sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora de la
vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo
comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino
de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en
estos años. ¿Por qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos
caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el
sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la
fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo,
llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan,
ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la
misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de los que
el Concilio Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es
también el Catecismo
de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años.
Venerados y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la
fiesta de María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la
fe, como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María brille
siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización. Que ella nos
ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de
Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda
sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis,
sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él»
(Col 3,16-17). Amén
No hay comentarios:
Publicar un comentario