MENSAJE AL PUEBLO DE DIOS
Vigésima Congregación General
de la XIII Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.
“Gracia a vosotros de parte de
Dios, nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Rm 1, 7). Obispos de todo el mundo, invitados por el Obispo de
Roma, el Papa Benedicto XVI, nos hemos reunido para reflexionar juntos sobre “la nueva evangelización para la transmisión
de la fe cristiana” y, antes de volver a nuestras Iglesias particulares,
queremos dirigirnos a todos vosotros, para animar y orientar el servicio al
Evangelio en los diversos contextos en los que estamos llamados a dar hoy testimonio.
1.
Como la samaritana en el pozo
Nos
dejamos iluminar por una página del Evangelio: el encuentro de Jesús con la
mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42). No
hay hombre o mujer que en su vida, como la mujer de Samaría, no se encuentre
junto a un pozo con una vasija vacía, con la esperanza de saciar el deseo más profundo
del corazón, aquel que sólo puede dar significado pleno a la existencia. Hoy
son muchos los pozos que se ofrecen a la sed del hombre, pero conviene hacer
discernimiento para evitar aguas contaminadas. Es urgente orientar bien la búsqueda,
para no caer en desilusiones que pueden ser ruinosas.
Como
Jesús, en el pozo de Sicar, también la Iglesia siente el deber de sentarse
junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor
en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo él es el agua que da
la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de leer hasta lo más profundo
del corazón y desvelarnos nuestra verdad: “Me
ha dicho todo lo que he hecho”, cuenta la mujer a sus vecinos. Esta palabra
de anuncio -a la que se une la pregunta que abre a la fe: “¿Será Él el Cristo?”- muestra que quien ha recibido la vida nueva
del encuentro con Jesús, a su vez no puede hacer menos que convertirse en anunciador
de verdad y esperanza para con los demás. La pecadora convertida se convierte
en mensajera de salvación y conduce a toda la ciudad hacia Jesús. De la acogida
del testimonio la gente pasará después a la experiencia directa del encuentro: “Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros
mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo”.
2.
Una nueva evangelización
Conducir
a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia Jesús, al encuentro con Él,
es una urgencia que aparece en todas las regiones, tanto las de antigua como
las de reciente evangelización. En todos los lugares se siente la necesidad de
reavivar una fe que corre el riesgo de apagarse en contextos culturales que
obstaculizan su enraizamiento personal, su presencia social, la claridad de sus
contenidos y sus frutos coherentes.
No
se trata de comenzar todo de nuevo, sino -con el ánimo apostólico de Pablo, el
cual afirma: “¡Ay de mí si non anuncio el
Evangelio!” (1Cor 9,16)- de
insertarse en el largo camino de proclamación del Evangelio que, desde los
primeros siglos de la era cristiana hasta el presente, ha recorrido la historia
y ha edificado comunidades de creyentes por toda la tierra. Por pequeñas o
grandes que sean, éstas con el fruto de la entrega de tantos misioneros y de no
pocos mártires, de generaciones de testigos de Jesús, de los cuales guardamos
una memoria agradecida.
Los
cambios sociales y culturales nos llaman, sin embargo, a algo nuevo: a vivir de
un modo renovado nuestra experiencia comunitaria de fe y el anuncio, mediante
una evangelización “nueva en su ardor, en
sus métodos, en sus expresiones”[1]
como dijo Juan Pablo II. Una evangelización dirigida, como nos ha recordado
Benedicto XVI, “principalmente a las personas
que, habiendo recibido el bautismo, se han alejado de la Iglesia y viven sin
referencia alguna a la vida cristiana [...], para favorecer en estas personas
un nuevo encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y
de paz nuestra existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente
de gracia que lleva consigo alegría y esperanza para la vida personal, familiar
y social”[2].
3. El
encuentro personal con Jesucristo en la Iglesia
Antes
de entrar en la cuestión sobre la forma que debe adoptar esta nueva evangelización,
sentimos la exigencia de deciros, con profunda convicción, que la fe se decide,
sobre todo, en la relación que establecemos con la persona de Jesús, que sale a
nuestro encuentro. La obra de la nueva evangelización consiste en proponer de
nuevo al corazón y a la mente, no pocas veces distraídos y confusos, de los
hombres y mujeres de nuestro tiempo y, sobre todo a nosotros mismos, la belleza
y la novedad perenne del encuentro con Cristo. Os invitamos a todos a contemplar
el rostro del Señor Jesucristo, a entrar en el misterio de su existencia, entregada
por nosotros hasta la cruz, derramada como don del Padre por su resurrección de
entre los muertos y comunicada a nosotros mediante el Espíritu. En la persona
de Jesús se revela el misterio de amor de Dios Padre por la entera familia
humana. Él no ha querido dejarla a la deriva de su imposible autonomía, sino
que la ha unido a si mismo por medio de una renovada alianza de amor.
La
Iglesia es el espacio ofrecido por Cristo en la historia para poderlo
encontrar, porque Él le ha entregado su Palabra, el bautismo que nos hace hijos
de Dios, su Cuerpo y su Sangre, la gracia del perdón del pecado, sobre todo en
el sacramento de la Reconciliación, la experiencia de una comunión que es
reflejo mismo del misterio de la Santísima Trinidad y la fuerza del Espíritu
que nos mueve a la caridad hacia los demás.
Hemos
de constituir comunidades acogedoras, en las cuales todos los marginados se encuentren
como en su casa, con experiencias concretas de comunión que, con la fuerza ardiente
del amor, -“Mirad como se aman”[3]-
atraigan la mirada desencantada de la humanidad contemporánea. La belleza de la
fe debe resplandecer, en particular, en la sagrada liturgia, sobre todo en la
Eucaristía dominical. Justo en las celebraciones litúrgicas la Iglesia muestra
su rostro de obra de Dios y hace visible, en las palabras y en los gestos, el
significado del Evangelio.
Es
nuestra tarea hoy el hacer accesible esta experiencia de Iglesia y multiplicar,
por tanto, los pozos a los cuales invitar a los hombres y mujeres sedientos y
posibilitar su encuentro con Jesús, ofrecer oasis en los desiertos de la vida.
De esto son responsables las comunidades cristianas y, en ellas, cada discípulo
del Señor. Cada uno debe dar un testimonio insustituible para que el Evangelio
pueda cruzarse con la existencia de tantas personas. Por eso, se nos exige la
santidad de vida.
4.
Las ocasiones del encuentro con Jesús y la escucha de la Escritura
Algunos
preguntarán cómo llevar a cabo todo esto. No se trata de inventar nuevas estrategias,
casi como si el Evangelio fuera un producto a poner en el mercado de las religiones
sino descubrir los modos mediante los cuales, ante el encuentro con Jesús, las
personas se han acercado a Él y por Él se han sentido llamadas y adaptarlos a
las condiciones de nuestro tiempo.
Recordamos,
por ejemplo, cómo Pedro, Andrés, Santiago y Juan han sido llamados por Jesús en
el contexto de su trabajo, cómo Zaqueo ha podido pasar de la simple curiosidad
al calor de la mesa compartida con el Maestro, cómo el centurión pide la
intervención del Señor ante la enfermedad de una persona cercana, como el ciego
de nacimiento lo ha invocado como liberador de su propia marginación, como
Marta y María han visto recompensada su hospitalidad con su propia presencia.
Podemos continuar aun recorriendo las páginas de los Evangelios y encontrando
tantos y tantos modos en los que la vida de las personas se ha abierto, desde
diversas condiciones, a la presencia de Cristo. Y lo mismo podemos hacer con
todo lo que la Escritura nos dice de la experiencia misionera de los apóstoles
en la Iglesia naciente.
La
lectura frecuente de la Sagrada Escritura, iluminada por la Tradición de la
Iglesia que nos la entrega y la interpreta auténticamente, no sólo es un paso
obligado para conocer el contenido mismo del Evangelio, esto es, la persona de
Jesús en el contexto de la historia de la salvación, sino que, además, nos
ayuda a hallar espacios nuevos de encuentro con Él, nuevas formas de acción
verdaderamente evangélicas, enraizadas en las dimensiones fundamentales de la
vida humana: la familia, el trabajo, la amistad, la pobreza y las pruebas de la
vida, etc.
5.
Evangelizarnos a nosotros mismos y disponernos a la conversión
Queremos
resaltar que la nueva evangelización se refiere, en primer lugar, a nosotros mismos.
En estos días, muchos obispos nos han recordado que, para poder evangelizar el
mundo, la Iglesia debe, ante todo, ponerse a la escucha de la Palabra. La invitación
a evangelizar se traduce en una llamada a la conversión.
Sentimos
sinceramente el deber de convertirnos a la potencia de Cristo, que es capaz de
hacer todas las cosas nuevas, sobre todo nuestras pobres personas. Hemos de
reconocer con humildad que la miseria, las debilidades de los discípulos de
Jesús, especialmente de sus ministros, hacen mella en la credibilidad de la misión.
Somos plenamente conscientes, nosotros los Obispos los primeros, de no poder
estar nunca a la altura de la llamada del Señor y del Evangelio que nos ha entregado
para su anuncio a las gentes. Sabemos que hemos reconocer humildemente nuestra
debilidad ante las heridas de la historia y no dejamos de reconocer nuestros
pecados personales. Estamos, además, convencidos de que la fuerza del Espíritu
del Señor puede renovar su Iglesia y hacerla de nuevo esplendorosa si nos
dejamos transformar por Él. Lo muestra la vida de los santos, cuya memoria y el
relato de sus vidas son instrumentos privilegiados de la nueva evangelización.
Si
esta renovación fuese confiada a nuestras fuerzas, habría serios motivos de duda,
pero en la Iglesia la conversión y la evangelización no tienen como primeros
actores a nosotros, pobres hombres, sino al mismo Espíritu del Señor. Aquí está
nuestra fuerza y nuestra certeza, que el mal no tendrá jamás la última palabra,
ni en la Iglesia ni en la historia: “No
se turbe vuestro corazón y no tengáis miedo” (Jn 14, 27), ha dicho Jesús a sus discípulos.
La
tarea de la nueva evangelización descansa sobre esta serena certeza. Nosotros
confiamos en la inspiración y en la fuerza del Espíritu, que nos enseñará lo
que debemos decir y lo que debemos hacer, aún en las circunstancias más
difíciles. Es nuestro deber, por eso, vencer el miedo con la fe, el cansancio
con la esperanza, la indiferencia con el amor.
6.
Reconocer en el mundo de hoy nuevas oportunidades de evangelización
Este
sereno coraje sostiene también nuestra mirada sobre el mundo contemporáneo. No
nos sentimos atemorizados por las condiciones del tiempo en que vivimos.
Nuestro mundo está lleno de contradicciones y de desafíos, pero sigue siendo
creación de Dios, y aunque herido por el mal, siempre es objeto de su amor y terreno
suyo, en el que puede ser resembrada la semilla de la Palabra para que vuelva a
dar fruto. No hay lugar para el pesimismo en las mentes y en los corazones de
aquellos que saben que su Señor ha vencido a la muerte y que su Espíritu actúa
con fuerza en la historia. Con humildad, pero también con decisión -aquella que
viene de la certeza de que la verdad siempre vence- nos acercamos a este mundo
y queremos ver en él una invitación de Dios a ser testigos de su nombre.
Nuestra Iglesia está viva y afronta los desafíos de la historia con la
fortaleza de la fe y del testimonio de tantos hijos suyos. Sabemos que en el
mundo debemos afrontar una dura lucha contra “los Principados y las Potencias” y “los espíritus del mal” (Ef
6,12). No ocultamos los problemas que tales desafíos suponen, pero no nos
atemorizan. Esto lo señalamos especialmente ante los fenómenos de
globalización, que deben ser para nosotros oportunidad para extender la presencia
del Evangelio. También las migraciones -aún con el peso del sufrimiento que
conllevan, y con las que queremos estar sinceramente cercanos, con la acogida
propia de los hermanos- son ocasiones, como ha sucedido en el pasado, de
difusión de la fe y de comunión en todas sus formas. La secularización y la crisis
del primado de la política y del Estado piden a la Iglesia repensar su propia
presencia en la sociedad, sin renunciar a ella. Las muchas y siempre nuevas
formas de pobreza abren espacios inéditos al servicio de la caridad: la proclamación
del Evangelio compromete a la Iglesia a estar al lado de los pobres y compartir
con ellos sus sufrimientos, como lo hacía Jesús. También en las formas más
ásperas de ateísmo y agnosticismo podemos reconocer, aún en modos contradictorios,
no un vacío, sino una nostalgia, una espera que requiere una respuesta adecuada.
Frente
a los interrogantes que las culturas dominantes plantean a la fe y a la
Iglesia, renovamos nuestra fe en el Señor, ciertos de que también en estos
contextos el Evangelio es portador de luz y capaz de sanar la debilidad del
hombre. No somos nosotros quienes para conducir la obra de la evangelización,
sino Dios. Como nos ha recordado el Papa: “La
primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios
y sólo introduciéndonos en esta iniciativa divina, sólo implorando esta
iniciativa divina, podemos nosotros también llegar a ser -con él y en él- evangelizadores”[4].
7.
Evangelización, familia y vida consagrada
Desde
la primera evangelización la transmisión de la fe, en el transcurso de las
generaciones, ha encontrado un lugar natural en la familia. En ella -con un rol
muy significativo desarrollado por las mujeres, sin que con esto queramos disminuir
la figura paterna y su responsabilidad- los signos de la fe, la comunicación de
las primeras verdades, la educación en la oración, el testimonio de los frutos
del amor, han sido infundidos en la vida de los niños y adolescentes en el
contexto del cuidado que toda familia reserva al crecimiento de sus pequeños. A
pesar de la diversidad de las situaciones geográficas, culturales y sociales,
todos los obispos del Sínodo han confirmado este papel esencial de la familia
en la transmisión de la fe. No se puede pensar en una nueva evangelización sin
sentirnos responsables del anuncio del Evangelio a las familias y sin ayudarles
en la tarea educativa.
No
escondemos el hecho de que hoy la familia, que se constituye con el matrimonio
de un hombre y una mujer que los hace “una
sola carne” (Mt 19, 6) abierta a
la vida, está atravesada por todas partes por factores de crisis, rodeada de
modelos de vida que la penalizan, olvidada de las políticas de la sociedad, de
la cual es célula fundamental, no siempre respetada en sus ritmos ni sostenida
en sus esfuerzos por las propias comunidades eclesiales. Precisamente por esto,
nos vemos impulsados a afirmar que tenemos que desarrollar un especial cuidado
por la familia y por su misión en la sociedad y en la Iglesia, creando
itinerarios específicos de acompañamiento antes y después del matrimonio.
Queremos
expresar nuestra gratitud a tantos esposos y familias cristianas que con su testimonio
continúan mostrando al mundo una experiencia de comunión y de servicio que es
semilla de una sociedad más fraterna y pacífica.
Nuestra
reflexión se ha dirigido también a las situaciones familiares y de convivencia
en las que no se muestra la imagen de unidad y de amor para toda la vida que el
Señor nos ha enseñado. Hay parejas que conviven sin el vínculo sacramental del
matrimonio; se extienden situaciones familiares irregulares construidas sobre
el fracaso de matrimonios anteriores: acontecimientos dolorosos que repercuten
incluso sobre la educación en la fe de los hijos. A todos ellos les queremos
decir que el amor de Dios no abandona a nadie, que la Iglesia los ama y es una
casa acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia, aunque no
pueden recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que las comunidades
católicas estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas situaciones y
favorezcan caminos de conversión y de reconciliación.
La
vida familiar es el primer lugar en el cual el Evangelio se encuentra con la
vida ordinaria y muestra su capacidad de transformar las condiciones fundamentales
de la existencia en el horizonte del amor. Pero no menos importante es, para el
testimonio de la Iglesia, mostrar cómo esta vida en el tiempo se abre a una plenitud
que va más allá de la historia de los hombres y que conduce a la comunión
eterna con Dios. Jesús no se presenta a la mujer samaritana simplemente como
aquel que da la vida sino como el que da la “vida
eterna” (Jn 4, 14). El don de
Dios que la fe hace presente, no es simplemente la promesa de unas mejores condiciones
de vida en este mundo, sino el anuncio de que el sentido último de nuestra vida
va más allá de este mundo y se encuentra en aquella comunión plena con Dios que
esperamos en el final de los tiempos.
De
este sentido de la vida humana más allá de lo terrenal son particulares
testigos en la Iglesia y en el mundo cuantos el Señor ha llamado a la vida
consagrada, una vida que, precisamente porque está dedicada totalmente a él, en
el ejercicio de la pobreza, la castidad y la obediencia, es el signo de un
mundo futuro que relativiza cualquier bien de este mundo. Que de la Asamblea
del Sínodo de los Obispos llegue a estos hermanos y hermanas nuestros la
gratitud por su fidelidad a la llamada del Señor y por la contribución que han
hecho y hacen a la misión de la Iglesia, la exhortación a la esperanza en situaciones
nada fáciles para ellos en estos tiempos de cambio y la invitación a reafirmarse
como testigos y promotores de nueva evangelización en los varios ámbitos de la
vida en que los carismas de cada instituto los sitúa.
8. La
comunidad eclesial y los diversos agentes de la evangelización
La
obra de la evangelización no es labor exclusiva de alguien en la Iglesia sino
del conjunto de las comunidades eclesiales, donde se tiene acceso a la plenitud
de los instrumentos del encuentro con Jesús: la Palabra, los sacramentos, la
comunión fraterna, el servicio de la caridad, la misión.
En
esta perspectiva emerge sobre todo el papel de la parroquia como presencia de
la Iglesia en el territorio en el que viven los hombres, “fuente de la villa”, como le gustaba llamarla a Juan XXIII, en la
que todos pueden beber encontrando la frescura del Evangelio. Su función permanece
imprescindible, aunque las condiciones particulares pueden requerir una articulación
en pequeñas comunidades o vínculos de colaboración en contextos más amplios. Sentimos,
ahora, el deber de exhortar a nuestras parroquias a unir a la tradicional cura
pastoral del Pueblo de Dios las nuevas formas de misión que requiere la nueva
evangelización. Éstas, deben alcanzar también a las variadas formas de piedad popular.
En
la parroquia continúa siendo decisivo el ministerio del sacerdote, padre y
pastor de su pueblo. A todos los presbíteros, los obispos de esta Asamblea
sinodal expresan gratitud y cercanía fraterna por su no fácil tarea y les
invitamos a unirse cada vez más al presbiterio diocesano, a una vida espiritual
cada vez más intensa y a una formación permanente que los haga capaces de
afrontar los cambios sociales.
Junto
a los sacerdotes reconocemos la presencia de los diáconos así como la acción pastoral
de los catequistas y de tantas figuras ministeriales y de animación en el campo
del anuncio y de la catequesis, de la vida litúrgica, del servicio caritativo,
así como las diversas formas de participación y de corresponsabilidad de parte
de los fieles, hombres y mujeres, cuya dedicación en los diversos servicios de
nuestras comunidades no será nunca suficientemente reconocida. También a todos
ellos les pedimos que orienten su presencia y su servicio en la Iglesia en la
óptica de la nueva evangelización, cuidando su propia formación humana y
cristiana, el conocimiento de la fe y la sensibilidad a los fenómenos
culturales actuales.
Mirando
a los laicos, una palabra específica se dirige a las varias formas de asociación,
antiguas y nuevas, junto con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades.
Todas ellas son expresiones de la riqueza de los dones que el Espíritu entrega
a la Iglesia. También a estas formas de vida y compromiso en la Iglesia expresamos
nuestra gratitud, exhortándoles a la fidelidad al propio carisma y a la plena
comunión eclesial, de modo especial en el ámbito de las Iglesias particulares.
Dar testimonio del Evangelio nos es privilegio exclusivo de nadie. Reconocemos
con gozo la presencia de tantos hombres y mujeres que con su vida son signos
del Evangelio en medio del mundo. Lo reconocemos también en tantos de nuestros
hermanos y hermanas cristianos con los cuales la unidad no es todavía perfecta,
aunque han sido marcados con el bautismo del Señor y son sus anunciadores. En
estos días nos ha conmovido la experiencia de escuchar las voces de tantos responsables
de Iglesias y Comunidades eclesiales que nos han dado testimonio de su sed de
Cristo y de su dedicación al anuncio del Evangelio, convencidos también ellos
de que el mundo tiene necesidad de una nueva evangelización. Estamos agradecidos
al Señor por esta unidad en la exigencia de la misión.
9.
Para que los jóvenes puedan encontrarse con Cristo
Nos
sentimos cercanos a los jóvenes de un modo muy especial, porque son parte relevante
del presente y del futuro de la humanidad y de la Iglesia. La mirada de los
obispos hacia ellos es todo menos pesimista. Preocupada, sí, pero no pesimista.
Preocupada porque justo sobre ellos vienen a confluir los embates más agresivos
de estos tiempos; no pesimista, sin embargo, sobre todo porque, lo resaltamos,
el amor de Cristo es quien mueve los profundo de la historia y además, porque
descubrimos en nuestros jóvenes aspiraciones profundas de autenticidad, de verdad,
de libertad, de generosidad, de las cuales estamos convencidos que sólo Cristo
puede ser respuesta capaz de saciarlos. Queremos ayudarles en su búsqueda e
invitamos a nuestras comunidades a que, sin reservas, entren en una dinámica de
escucha, de diálogo y de propuestas valientes ante la difícil condición juvenil.
Para aprovechar y no apagar, la potencia de su entusiasmo. Y para sostener en
su favor la justa batalla contra los lugares comunes y las especulaciones
interesadas de las fuerzas de este mundo, esforzadas en disipar sus energías y
a agotarlas en su propio interés, suprimiendo en ellos cualquier memoria agradecida
por el pasado y cualquier planteamiento serio por el futuro. La nueva evangelización
tiene un campo particularmente arduo pero al mismo tiempo apasionante en el
mundo de los jóvenes, como muestran no pocas experiencias, desde las más
multitudinarias como las Jornadas Mundiales de la Juventud, a aquellas más
escondidas pero no menos importantes, como las numerosas y diversas
experiencias de espiritualidad, servicio y misión. A los jóvenes les reconocemos
un rol activo en la obra de la evangelización, sobre todo en sus ambientes.
10.
El Evangelio en diálogo con la cultura y la experiencia humana y con las religiones
La
nueva evangelización tiene su centro en Cristo y en la atención a la persona
humana, para hacer posible el encuentro con él. Pero su horizonte es más ancho
en cuanto al mundo y no se cierra a ninguna experiencia del hombre. Eso
significa que ella cultiva, con particular atención, el diálogo con las culturas,
con la confianza de poder encontrar en todas ellas las “semillas del Verbo” de las que hablaban los Santos Padres. En
particular, la nueva evangelización tiene necesidad de una renovada alianza
entre fe y razón, con la convicción de que la fe tiene recursos suficientes
para acoger los frutos de una sana razón abierta a la trascendencia y tiene, al
mismo tiempo, la fuerza de sanar los límites y las contradicciones en las que
la razón puede tropezar. La fe no deja de contemplar los lacerantes
interrogantes que supone la presencia del mal en la vida y la historia de los
hombres, encontrando la luz de su esperanza en la Pascua de Cristo.
El
encuentro entre fe y razón nutre el esfuerzo de la comunidad cristiana en el
mundo de la educación y la cultura. Un lugar especial en este campo lo ocupan
las instituciones educativas y de investigación: escuelas y universidades.
Donde se desarrolla el conocimiento sobre el hombre y se da una acción
educativa, la Iglesia se ve impulsada a testimoniar su propia experiencia y a
contribuir a una formación integral de la persona. En este ámbito merecen una
atención especial las escuelas y universidades católicas, en las que la
apertura a la trascendencia, propia de todo itinerario cultural sincero y
educativo, debe completarse con caminos de encuentro con la persona de
Jesucristo y de su Iglesia. Vaya la gratitud de los obispos a todos los que, en
condiciones muchas veces difíciles, desempeñan esta tarea.
La
evangelización exige que se preste gran atención al mundo de las comunicaciones
sociales, que son un camino, especialmente en el caso de los nuevos medios, en
el que se cruzan tantas vidas, tantos interrogantes y tantas expectativas. Son
el lugar donde en muchas ocasiones se forman las conciencias y se muestran los
hechos de la propia vida y deben ser una oportunidad nueva para llegar al
corazón de los hombres. Un particular ámbito de encuentro entre fe y razón se
da hoy en el diálogo con el conocimiento científico. Éste, por otro lado, no se
encuentra lejos de la fe, siendo manifestación de aquel principio espiritual
que Dios ha puesto en sus criaturas y que les permite comprender las
estructuras racionales que se encuentran en la base de la creación. Cuando la
ciencia y la técnica no presumen de encerrar la concepción del hombre y del
mundo en un árido materialismo se convierten, entonces, en un precioso aliado
para el desarrollo de la humanización de la vida. También a los responsables de
esta delicada tarea se dirige nuestro agradecimiento.
Queremos,
además, agradecer su esfuerzo a los hombres y mujeres que se dedican a otra expresión
del genio humano: el arte en sus varias formas, desde las más antiguas a las
más recientes. En sus obras, en cuanto tienden a dar forma a la tensión del
hombre hacia la belleza, reconocemos un modo particularmente significativo de
expresión de la espiritualidad. Estamos especialmente agradecidos cuando sus
bellas creaciones nos ayudan a hacer evidente la belleza del rostro de Dios y
de sus criaturas. La vía de la belleza es un camino particularmente eficaz de
la nueva evangelización.
Más
allá del arte, toda obra del hombre es un espacio en el que, mediante el
trabajo, él se hace cooperador de la creación divina. Al mundo de la economía y
del trabajo queremos recordar como de la luz del Evangelio surgen algunas llamadas
urgentes: liberar el trabajo de aquellas condiciones que no pocas veces lo
transforman en un peso insoportable con una perspectiva incierta, amenazada por
el desempleo, especialmente entre los jóvenes, poner a la persona humana en el
centro del desarrollo económico y pensar este mismo desarrollo como una ocasión
de crecimiento de la humanidad en justicia y unidad. El hombre, a través del
trabajo con el que transforma el mundo, está llamado a salvaguardar el rostro
que Dios ha querido dar a su creación, también por responsabilidad hacia las
generaciones venideras. El Evangelio ilumina también las situaciones de
sufrimiento en la enfermedad. En ellas, los cristianos están llamados a mostrar
la cercanía de la Iglesia para con los enfermos y discapacitados y con los que
con profesionalidad y humanidad trabajan por su salud.
Un
ámbito en el que la luz de Evangelio puede y debe iluminar los pasos de la humanidad
es el de la vida política, a la cual se le pide un compromiso de cuidado
desinteresado y transparente por el bien común, desde el respeto total a la
dignidad de la persona humana desde su concepción hasta su fin natural, de la
familia fundada sobre el matrimonio de un hombre y una mujer, de la libertad
educativa, en la promoción de la libertad religiosa, en la eliminación de las
injusticias, las desigualdades, las discriminaciones, la violencia, el racismo,
el hambre y la guerra. A los políticos cristianos que viven el precepto de la
caridad se les pide un testimonio claro y transparente en el ejercicio de sus
responsabilidades.
El
diálogo de la Iglesia tiene su natural destinatario, también, en las otras
religiones. Si evangelizamos es porque estamos convencidos de la verdad de
Cristo, y no porque estemos contra nadie. El Evangelio de Jesús es paz y alegría
y sus discípulos se alegran de reconocer cuanto de bueno y verdadero el
espíritu religioso humano ha sabido descubrir en el mundo creado por Dios y ha
expresado en las diferentes religiones.
El
diálogo entre las religiones quiere ser una contribución a la paz, rechaza todo
fundamentalismo y denuncia cualquier violencia que se produce contra los creyentes
y las graves violaciones de los derechos humanos. Las Iglesias de todo el mundo
son cercanas desde la oración y la fraternidad a los hermanos que sufren y
piden a quienes tienen en sus manos los destinos de los pueblos que
salvaguarden el derecho de todos a la libre elección, confesión y testimonio de
la propia fe.
11.
En el año de la fe, la memoria del Concilio Vaticano II y la referencia al Catecismo
de la Iglesia Católica
En
el camino abierto por la nueva evangelización podremos sentirnos a veces como
en un desierto, en medio de peligros y privados de referencias. El Santo Padre
Benedicto XVI, en la homilía de la Misa de apertura del Año de la fe, ha
hablado de una “«desertificación» espiritual”
que ha avanzado en estos últimos decenios, pero él mismo nos ha dado fuerza
afirmando que “a partir de esta
experiencia de desierto, de este vacío, podemos nuevamente descubrir la alegría
del creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el
desierto se descubre el valor de aquello que es esencial para vivir”[5].
En el desierto, como la mujer la samaritana, se va en busca de agua y de un
pozo del que sacarla: ¡dichoso el que en él encuentra a Cristo!
Agradecemos
al Santo Padre por el don del Año de la fe, preciosa entrada en el itinerario
de la nueva evangelización. Le damos las gracias también por haber unido este
Año a la memoria gozosa por los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano
II, cuyo magisterio fundamental para nuestro tiempo se refleja en el Catecismo
de la Iglesia Católica, repropuesto, a los veinte años de su publicación, como
referencia segura de la fe. Son aniversarios importantes que nos permiten resaltar
nuestra plena adhesión a las enseñanzas del Concilio y nuestro convencido
esfuerzo en continuar su puesta en marcha.
12.
Contemplando el misterio y cercanos a los pobres
En
esta óptica queremos indicar a todos los fieles dos expresiones de la vida de
la fe que nos parecen de especial relevancia para incluirlas en la nueva
evangelización.
El
primero está constituido por el don y la experiencia de la contemplación. Sólo
desde una mirada adorante al misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
sólo desde la profundidad de un silencio que se pone como seno que acoge la
única Palabra que salva, puede desarrollarse un testimonio creíble para el
mundo. Sólo este silencio orante puede impedir que la palabra de la salvación
se confunda en el mundo con los ruidos que lo invaden.
Vuelve
de nuevo a nuestros labios la palabra de agradecimiento, ahora dirigida a
cuantos, hombres y mujeres, dedican su vida, en los monasterios y conventos, a
la oración contemplativa. Necesitamos que momentos de contemplación se entrecrucen
con la vida ordinaria de la gente. Lugares del espíritu y del territorio que
son una llamada hacia Dios; santuarios interiores y templos de piedra que son
cruce obligado por el flujo de experiencias que en ellos se suceden y en los cuales
todos podemos sentirnos acogidos, incluso aquellos que no saben todavía lo que
buscan. El otro símbolo de autenticidad de la nueva evangelización tiene el
rostro del pobre. Estar cercano a quien está al borde del camino de la vida no
es sólo ejercicio de solidaridad, sino ante todo un hecho espiritual. Porque en
el rostro del pobre resplandece el mismo rostro de Cristo: “Todo aquello que habéis hecho por uno de estos mis hermanos más pequeños,
a mí me lo hicisteis” (Mt 25,
40). A los pobres les reconocemos un lugar privilegiado en nuestras comunidades,
un puesto que no excluye a nadie, pero que quiere ser un reflejo de como Jesús
se ha unido a ellos. La presencia de los pobres en nuestras comunidades es misteriosamente
potente: cambia a las personas más que un discurso, enseña fidelidad, hace entender
la fragilidad de la vida, exige oración; en definitiva, conduce a Cristo.
El
gesto de la caridad, al mismo tiempo, debe ser acompañado por el compromiso con
la justicia, con una llamada que se realiza a todos, ricos y pobres. Por eso es
necesaria la introducción de la doctrina social de la Iglesia en los
itinerarios de la nueva evangelización y cuidar la formación de los cristianos
que trabajan al servicio de la convivencia humana desde la vida social y
política.
13.
Una palabra a las Iglesias de las diversas regiones del mundo
La
mirada de los obispos reunidos en Asamblea sinodal abraza a todas las comunidades
eclesiales presentes en todo el mundo. Una mirada de unidad, porque única es la
llamada al encuentro con Cristo, pero sin olvidar la diversidad.
Una
consideración particular, llena de afecto y gratitud, reservamos los obispos
reunidos en el Sínodo a vosotros, cristianos de las Iglesias Orientales
Católicas, herederos de la primera difusión del Evangelio, experiencia custodiada
por vosotros con amor y fidelidad y a vosotros, cristianos presentes en el Este
de Europa. Hoy el Evangelio se os repropone como nueva evangelización a través
de la vida litúrgica, la catequesis, la oración familiar diaria, el ayuno, la
solidaridad entre las familias, la participación de los laicos en la vida de la
comunidad y al diálogo con la sociedad. En no pocos lugares vuestras Iglesias
son sometidas a prueba y tribulaciones que dan testimonio de vuestra participación
en la cruz de Cristo; algunos fieles están obligados a emigrar y, manteniendo
viva la pertenencia a sus propias comunidades de origen, pueden contribuir a la
tarea pastoral y a la obra de la evangelización en los países de acogida. El
Señor continúe a bendecir vuestra fidelidad y que sobre vuestro futuro brillen
horizontes de firme confesión y práctica de la fe en condiciones de paz y de
libertad religiosa.
Nos
dirigimos a vosotros, hombres y mujeres, que vivís en los países de África y
resaltamos nuestra gratitud por el testimonio que ofrecéis del Evangelio muchas
veces en situaciones humanas muy difíciles. Os exhortamos a relanzar la evangelización
recibida en tiempos aún recientes, a edificaros como Iglesia “familia de Dios”, a reforzar la
identidad de la familia y a sostener la labor de los sacerdotes y catequistas,
especialmente en las pequeñas comunidades cristianas. Afirmamos, por otra
parte, la exigencia de desarrollar el encuentro del Evangelio con las antiguas
y nuevas culturas. Dirigimos una llamada de atención al mundo de la política y
a los gobiernos de los diversos países africanos para que, con la colaboración
de todos los hombres de buena voluntad, se promuevan los derechos humanos fundamentales
y el continente sea liberado de la violencia y los conflictos que lo atormentan.
Los obispos de la Asamblea sinodal os invitan a los cristianos de Norteamérica
a responder con gozo a la llamada de la nueva evangelización, mientras
admiramos como en vuestra joven historia vuestras comunidades cristianas han
dado frutos generosos de fe, caridad y misión. También conviene reconocer que
muchas de las expresiones de la cultura de vuestra sociedad están lejos del
Evangelio. Se hace, pues, necesario una invitación a la conversión, de la que
nace un compromiso que no os coloca fuera de vuestra cultura, sino que os llama
a ofrecer a todos la luz de la fe y la fuerza de la vida. Mientras acogéis en
vuestras generosas tierras a nueva población de inmigrantes y refugiados, estad
dispuestos a abrir las puertas de vuestras casas a la fe. Fieles a los compromisos
adquiridos en la Asamblea sinodal para América, sed solidarios con la América
Latina en la permanente tarea de evangelización de vuestro continente.
El
mismo sentimiento de gratitud dirige la Asamblea del Sínodo a las Iglesia de América
Latina y el Caribe. Nos llama la atención en particular cómo se han desarrollado
a través de los siglos en vuestro países formas de piedad popular fuertemente
enraizadas en los corazones de tantos de vosotros, formas de servicio en la
caridad y de diálogo con las culturas. Ahora, frente a los desafíos del
presente, sobre todo la pobreza y la violencia, la Iglesia en Latinoamérica y
en el Caribe os exhortamos a vivir en un estado permanente de misión,
anunciando el Evangelio con esperanza y alegría, formando comunidades de verdaderos
discípulos misioneros de Jesucristo, mostrando con vuestro testimonio como el
Evangelio es fuente de una sociedad justa y fraterna. También el pluralismo
religioso interroga a vuestras Iglesias y les exige un renovado anuncio del
Evangelio.
También
a vosotros, cristianos de Asia sentimos la necesidad de dirigiros una palabra
de fortalecimiento y exhortación. Vuestra presencia, a pesar de ser una pequeña
minoría en el continente en el que viven casi dos tercios de la población mundial,
es una semilla profunda, confiada a la fuerza del Espíritu, que crece en el
diálogo con las diversas culturas, con las antiguas religiones y con tantos
pobres. Aunque a veces está situada al margen de la vida social y en diversos
lugares incluso perseguida, la Iglesia de Asia, con su fe fuerte, es una
presencia preciosa del Evangelio de Cristo que anuncia justicia, vida y armonía.
Cristianos de Asia, sentid la cercanía fraterna de los cristianos de los demás
países del mundo, los cuales no pueden olvidar que en vuestro continente, en la
Tierra Santa, nació, vivió, murió y resucitó el mismo Jesús. Una palabra de
reconocimiento y de esperanza queremos dirigir los obispos a las Iglesias del
continente europeo, hoy en parte marcado por una fuerte secularización, a veces
agresiva, y todavía hoy herido por los largos decenios de gobiernos marcados
por ideologías enemigas de Dios y del hombre. Reconocemos vuestro pasado y también
vuestro presente, en el cual el Evangelio ha creado en Europa certezas y experiencias
de fe concretas y decisivas para la evangelización del mundo entero, muchas
veces rebosantes de santidad: riqueza del pensamiento teológico, variedad de
expresiones carismáticas, formas variadas al servicio de la caridad con los
pobres, profundad experiencias contemplativas, creación de una cultura humanística
que ha contribuido a dar rostro a la dignidad de la persona y a la construcción
del bien común. Las dificultades del presente no os pueden dejar abatidos,
queridos cristianos europeos: éstas os deben desafiar a un anuncio más gozoso y
vivo de Cristo y de su Evangelio de vida.
Los
obispos de la Asamblea sinodal saludan, finalmente, a los pueblos de Oceanía,
que viven bajo la protección de la Cruz del Sur, y les damos gracias por el
testimonio del Evangelio de Jesús. Nuestra plegaria por vosotros es para que,
como la mujer samaritana en el pozo, también vosotros sintáis viva la sed de
una vida nueva y podáis escuchar la Palabra de Jesús que dice: “¡Si conocieras el don de Dios!” (Jn 4, 10). Comprometeos a predicar el
Evangelio y a dar a conocer a Jesús en el mundo de hoy. Os exhortamos a encontrarlo
en vuestra vida cotidiana, a escucharle y a descubrir, mediante la oración y la
meditación, la gracia de poder decir: “Sabemos
que este es verdaderamente el salvador del mundo” (Jn 4, 42).
14.
La estrella de María ilumina el desierto
A
punto de finalizar esta experiencia de comunión entre los obispos de todo el
mundo y de colaboración con el ministerio del Sucesor de Pedro, sentimos resonar
en nosotros el mandato de Jesús a sus discípulos: “Id y haced discípulos de todos los pueblo [...]. Sabed que yo estoy
con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). La misión esta vez no se dirige a un territorio en
concreto, sino que sale al encuentro de las llagas más oscuras del corazón de
nuestros contemporáneos, para llevarlos al encuentro con Jesús, el Viviente que
se hace presente en nuestras comunidades. Esta presencia llena de gozo nuestros
corazones. Agradecidos por el don recibido de él en estos días le dirigimos
nuestro canto de alabanza: “Proclama mi
alma la grandeza del Señor [...] Ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1, 46.49). Las palabras de María son
también las nuestras: el Señor ha hecho realmente grandes cosas a través de los
siglos por su Iglesia en los diversos rincones del mundo y nosotros lo alabamos,
con la certeza de que no dejará de mirar nuestra pobreza para desplegar la
potencia de su brazo incluso en nuestros días y sostenernos en el camino de la
nueva evangelización.
La
figura de María nos orienta en el camino. Este camino, como nos ha dicho
Benedicto XVI, podrá parecer una ruta en el desierto; sabemos que tenemos que
recorrerlo llevando con nosotros lo esencial: la cercanía de Jesús, la verdad
de su Palabra,
el pan eucarístico que nos alimenta, la fraternidad de la comunión eclesial y
el impulso de la caridad. Es el agua del pozo la que hace florecer el desierto
y como en la noche en el desierto las estrellas se hacen más brillantes, así en
el cielo de nuestro camino resplandece con vigor la luz de María, estrella de
la nueva evangelización a quien, confiados, nos encomendamos.
[1] Juan Pablo II, Discurso a la XIX
Asamblea del CELAM, Port-au-Prince 9 marzo 1983, n. 3.
[2] Benedicto XVI, Homilía en la
celebración eucarística para la solemne inauguración de la XIII Asamblea general
ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 7 octubre 2012.
[3] Tertulliano, Apologetico, 39, 7.
[4] Benedicto XVI, Meditación de la
primera congregación general de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo
de los Obispos, Roma 8 octubre 2012.
[5] Benedicto XVI, Homilía en la
celebración eucarística para la apertura del Año de la fe, Roma 11 octubre
2012.
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